ARANDAS Y SU GUARDIÁN POÉTICO
Por: Silvia Quezada/ TEN/ Cultura
En días recientes apareció el segundo libro de César Coronado: Soledad y sombras del cancerbero, en una pulcra edición realizada por el Taller literario Ramiro Aguirre Aguirre, de Arandas. El animal mitológico al que hace alusión el título es nada menos que el vigilante del averno, resguardante fiel de la noche y sus delirios. Si los nombres de las obras son siempre la esencia de los poemas en conjunto, estas páginas nos muestran a un vigilante transeúnte de la luna, quien se ha apropiado de la ciudad y sus vericuetos.
La voz poética se asemeja a la del caballero medieval cuya tradición marca cuidar de la ciudad como un ente vivo, para apropiarse de sus minucias y volverla poema. César Coronado descubre en cada calle, muro y piedra comunal rastros de su infancia, raíces familiares e historia civil, para detenerse cada vez en la opulencia del templo de San José, verticalidad que lo asombra y le despierta el canto.
Su voz citadina no desconoce el pasado vegetal, por ello nombra hierbas, pétalos oscuros, hojas caídas, la naturaleza en negación que Arandas poco a poco deja atrás. Una línea atraviesa todos los poemas: la de la Fe por una ciudad que no termina de crecer, aunque desea seguir siendo provincia; el terruño que sabe a granero, a exquisiteces mexicanas en cocina de barro, pero también a tequila en industria floreciente.
La transición del pueblo a la ciudad empieza al desconocerse los rostros que deambulan, cuyas caras van poblando rumbos con apellidos y costumbres nuevas. Arandas dejó de ser la gran familia del saludo matinal para ir forjando un espejismo que se resume en la pregunta del poeta: ¿Cómo es posible que entre hermanos se maten? (72).
Es un hecho que la violencia atraviesa como una bala las páginas de este libro. César Coronado salva las heridas abiertas con la cadencia de su poesía.