LA FUENTE DE TODA CREACIÓN LITERARIA
Un día Adalberto Navarro, que había sido mi profesor en todas las materias relacionadas con la composición y el análisis literario, y que me había reconocido públicamente como poeta, muy molesto por mi arrogancia, me dijo
que abandonara la facultad con el argumento de que “usted ya es escritor; nadie aquí le va a enseñar nada”.
En respuesta le dije que estaba interesado en saber cuándo un poema tenía calidad estética y sería trascendente. Me dijo que era un riesgo, que nadie sabía cuándo, y unos días después me entregó dos cuartillas escritas a renglón
seguido, que un día aparecerán en algún folder de mi archivero, con una bibliografía intensa para dar respuesta a mi inquietud. Obvio que no me fui y él, vengativo, no me levantó las actas de calificaciones correspondientes, lo cual no me importó porque yo tenía ese tesoro que creo que a nadie le dio y que me dediqué a leer durante más de tres años y después de las lecturas en la biblioteca empecé a comprarlos para tenerlos en casa como recuerdos de este profesor que bien hubiera podido ser mi tutor, pero le ganó mi arrogancia.
En esas búsquedas en las librerías siempre hay el equivalente a los daños colaterales y así como me encontré con un libro sobre el pensamiento científico moderno en el que leí por primera vez el ensayo “Indicios”, de Carlo Ginzburg, que me llevó posteriormente a su “El queso y los gusanos” y a toda su producción que fui siguiendo paso a paso como seguí la de Ernesto Cardenal y la del más difícil de todos los nicaragüenses, José Coronel Urtecho.
La metodología de la investigación de Ginzburg ha sido desde su primera lectura una guía de cabecera en mis pesquisas, complementada después con un breve ensayo de Omar Alí Shah sobre “Cómo leer los libros de la Tradición”, fundamentales en la lectura de esa bibliografía recomendada por el profesor Navarro.
Así que en esa búsqueda por el conocimiento libresco me fui encontrando otras obras al azar como la de Sebastiano Timpanaro, sobre el lapsus freudiano, a propósito de “La interpretación de los sueños” que había leído en el segundo año de la carrera, sugerido por Pedro Quevedo, profesor de filosofía, que en paz descanse.
Esa lista era la columna vertebral de mis búsquedas y mis lecturas y de las adquisiciones que fui realizando con el paso del tiempo.
Cuando las leí todas me di cuenta de que de nada servía tener ese conocimiento cuando el único medio para saber si un poema es de calidad estética es la intuición, el gusto que se refina con otras experiencias, lecturas de ciencia y prácticas marciales.
La crítica literaria siempre fue mal vista en la universidad local, porque era tomada como atentados en contra de la autoría de los escritos; sin embargo, esta posición solamente revelaba que los autores mantenían un grado de inseguridad en sus publicaciones porque, ciertamente, eran líricas, es decir, ignorantes de las nuevas reglas de la construcción gramatical y de la argumentación literaria.
Esa actitud de arrogancia, semejante a la mía, estaba en la base de la actitud de los escritores que se habían formado en los seminarios que hay en todo el territorio del estado, educación que contrastaba con la formación laica que
ofreció tardíamente la universidad, cuya modernización obligada por los cambios dictados por los convenios con la UNESCO ocurrieron después de la década de los 80.
Esa arrogancia quería esconder esa falta de conocimientos laicos de la retórica que ellos conocían más detalladamente que los autores que me había recomendado el profesor Navarro; pero, sin duda alguna, la intención de una pretendida ciencia de la literatura, que ha resultado nefasta para la cuestión de la crítica y el análisis de las nuevas expresiones literarias, estaba mellando en la conciencia de estos escritores que eran abogados, médicos o ingenieros, como era la costumbre de esos tiempos.
La especialización de la investigación literaria todavía está dirigida a la enseñanza; la transmisión del conocimiento a través de los textos literarios, que hasta ahora no se ha concretado, ni con la famosa literacidad, es el resultado del enfoque de paralaje.
Enseñar literatura para la transmisión del conocimiento dista de ser una enseñanza que sirva para el aprendizaje mediante los textos literarios y menos aún para su análisis y comprensión.
“Enseñar para enseñar” está en el currículum oculto de las Facultades de Letras, de los talleres literarios y de los talleres de escritura creativa en todos los niveles y cursos especializados para cualquier género literario.
Es, valga la comparación vulgar, la diferencia entre las mentalidades que dicen “Un vaso de agua” y “Un vaso con agua”. Aparentemente hay una mejor información en la segunda frase, pero la primera nos muestra una mentalidad
superior, más abstracta y hasta poética en relación con la segunda.
Wellek y Warren, Kayser, Dámaso Alonso, Amado Alonso, Carlos Bousoño, Gonzalo Sobejano, Leo Spitzer, Karl Vossler, Charles Bally, entre otros, son el núcleo de la Estilística, análisis repudiado por los lingüistas, por considerar que carece del sistema de investigación científica.
Y hay que decirlo, la ciencia no tiene nada que ver con la investigación literaria. Al contrario, podemos observar, leyendo a estructuralistas, postestructuralistas y deconstruccionistas que la ignorancia de su materia los hace recurrir a la retórica para elaborar sus discursos falsos y nefastos.
La investigación literaria siempre será intuitiva, y la intuición no puede ser constreñida por la ciencia.
La imaginación es la madre de los recursos literarios, unida a la memoria, tan negada en la educación actual en todos sus niveles, pues memoria e imaginación son la verdadera fuente de toda creación literaria poética.