¿A DÓNDE VA LO QUE DEJAMOS DE SENTIR?
EL PESO DE LO QUE YA NO ES…
Por: Mariana Navarro Macías/ TEN/ Opinión
Si el amor se disuelve en el aire como niebla matinal, si la tristeza se disipa en el curso de los días como un río que olvida su cauce, si la furia se apaga sin dejar cenizas, ¿a dónde van las emociones que dejamos de sentir? No mueren, porque lo sentido una vez no se extingue; tampoco permanecen inalterables, pues el tiempo las convierte en susurros, en sombras, en algo más tenue pero jamás inexistente.
El lienzo ante nuestros ojos nos susurra esta pregunta en tonos de ocaso: un tren que avanza, una casa inmóvil, ropa al viento que alguna vez cubrió un cuerpo cálido. Todo habla de un tránsito, de una despedida sutil. ¿Será que lo que dejamos de sentir viaja en ese tren invisible hacia una estación que nunca veremos?
LO QUE PENSARON LOS FILÓSOFOS
Los estoicos enseñaban que el alma debía desapegarse de las emociones, dejarlas marchar como hojas al viento, pues solo en la indiferencia ante la tormenta se halla la verdadera paz. Para ellos, lo que dejamos de sentir no era pérdida, sino liberación.
Platón, en su mundo de ideas, habría dicho que las emociones no desaparecen, sino que regresan a su origen, a esa esfera intangible donde existen los verdaderos sentimientos, puros y eternos. Quizá lo que olvidamos en la carne, lo recordamos en el alma.
Nietzsche, con su martillo filosófico, nos advertiría que nada de lo sentido se pierde, sino que se transforma. Toda emoción negada regresa en forma de impulso, de deseo reprimido, de espectro que nos habita. No hay olvido posible, solo cambio de forma.
Las grandes tradiciones espirituales han intentado responder este misterio con la fe como brújula.
Para el cristianismo, lo que dejamos de sentir no se desvanece: el amor que alguna vez ardió sigue latiendo en la eternidad, porque “el amor nunca deja de ser” (1 Corintios 13:8). Y la falta de amor, la omisión, la indiferencia, pesan en el alma como una deuda pendiente ante Dios.
El budismo nos diría que lo que dejamos de sentir no se pierde, sino que regresa en un nuevo ciclo, en la rueda del samsara. Nuestras emociones, buenas o malas, son semillas que germinan en futuras vidas o en los rincones de nuestra conciencia.
Los antiguos egipcios creían que, al morir, el corazón del hombre era pesado contra la pluma de Maat. Quizá también se pesan los sentimientos olvidados, los afectos negados, las pasiones reprimidas. Tal vez el alma es juzgada no solo por lo que hizo, sino por lo que dejó de sentir.
LO QUE DICE LA CIENCIA
La neurociencia nos explica que las emociones no desaparecen sin más; dejan huellas en el cerebro, senderos de sinapsis que una vez se encendieron y pueden volver a iluminarse. Aquello que dejamos de sentir puede dormir, pero rara vez muere por completo.
La psicología nos advierte que lo reprimido retorna. Todo sentimiento negado se esconde en lo profundo y resurge cuando menos lo esperamos. El miedo, el amor, la tristeza que creemos olvidar encuentran su camino de regreso en los sueños, en los gestos inconscientes, en la nostalgia sin nombre.
CONCLUYENDO
Quizá lo que dejamos de sentir no se pierde en el olvido, sino que se refugia en los pliegues del tiempo. Tal vez viaja en trenes que atraviesan los paisajes de la memoria, esperando ser recordado. Quizá se oculta en la ropa tendida al viento, en los objetos que nos vieron sentir y que ahora son solo testigos mudos.
Si algo hemos de aprender de esta reflexión, es que ningún sentimiento se desvanece sin dejar huella. Lo que no expresamos puede convertirse en un peso que arrastramos. Lo que negamos puede convertirse en un fantasma.
Por eso, antes de dejar de sentir, antes de enterrar el amor, la ternura o el dolor, preguntémonos: ¿dónde irá? ¿En qué rincón del alma dormirá hasta que el tiempo lo despierte de nuevo?