ESA TONALIDAD EN LA PIEL
Por: Darío Fritz/ TEN/ Opinión
El desprecio siempre ha tenido en la punta del fusil al extranjero. Están los cuentos chinos, sinónimo de intentos por embaucar. El cuidado con los gitanos, que de allí vienen los atracos. Los turcos (árabes en realidad) que te venden cualquier cosa como si fuera oro, pero no alcanza ni a cobre. También el cabeza de turco, expresión de chivo expiatorio. Los sudacas -sudamericanos-, que los españoles tienen por agentes de la pobreza, la mendicidad y todo aquello que no huela a higiene. Los judíos tacaños, el argentino pedante, el colombiano narco o las mexicaneadas, sinónimo de traición.
Desde que el mundo ya no se divide por colores: blancos para europeos y estadounidenses, amarillos asiáticos, negros africanos y cobrizos latinoamericanos, porque somos ya una irreductible mezcolanza, el miedo al diferente, al raro, al de acento extraño, se ha acentuado. Paraliza y acaba en la reacción cómoda del rechazo, denigrar o perseguir. Puertas adentro, cuando las fronteras no son la carga exclusiva del prejuicio, la anatomía del racismo ya no solo se confina al color de la piel, sino también a orígenes étnicos, pertenencia social, el puesto jerárquico o los niveles de estudio.
Asimilar que eso existe, se permite hacer, sin consecuencias, puede percibirse a diario en el trabajo, la calle, el bullying en escuelas, en la autoridad que maltrata al centroamericano sin recursos, pero mira con displicencia los desmanes de un estadounidense en una calle de la Ciudad de México. Así, en esa normalización de la discriminación, una mujer blanca, extranjera, de clase alta, se puede animar con desparpajo y delante de testigos a descalificar con brutalidad al policía que pretende aplicarle una multa de tránsito como “pinche indio”, “pinche negro”, “naco”, y decirle que lo odia por el color de su piel. Lo hace también porque sabe que ese policía de calle no tiene la mejor imagen de la ciudadanía, y es poco factible que se anime a confrontarla. Ya lo ha hecho. Y no tuvo consecuencias. Una guardia de la caseta de seguridad de un condominio también tuvo que aguantarle insultos similares al del policía y hasta el arrebato de su celular. Dinero y pertenencia social admiten impunidad.
Se esperaría que las denuncias presentada por el agente ante la Fiscalía de la ciudad y el Consejo para Prevenir y Erradicar la Discriminación (Copred), tenga alguna consecuencia. Aunque la pregunta es por qué no ha recibido alguna sanción o se le abrió algún recurso administrativo por los insultos y la infracción de tránsito. Son situaciones que se repiten. Y se permiten. Como lo sufren las mujeres afrodescendientes, como le ocurrió a la oaxaqueña Yalitzia Aparicio, insultada por su participación en la película Roma, o al actor Ténoch Huerta, que solo obtenía papeles como pobre, ignorante y violento, por ser moreno. Como al futuro presidente de la Suprema Corte de Justicia cuestionado por su origen indígena.
Estadísticas y encuestas oficiales reflejan los efectos del racismo y la pertenencia a una clase social. Conforme es más clara la tonalidad de la piel, la escolaridad aumenta, los ingresos aumentan, la riqueza aumenta, la posibilidad de movilidad social aumenta.
Pasado el escándalo, con el sonido de los epítetos sin enfriar aún, la mujer de las diatribas dijo disculparse por lo que “fue un error”. Nunca habló de arrepentimiento. “No quiero que este momento defina todo lo que soy… No busco compasión ni excusas. Tampoco me tiro al piso”. El poete chileno Nicanor Parra, escribió: “Que el abismo responda de una vez / Porque ya va quedando poco tiempo. / Sólo una cosa es clara: que la carne se llena de gusanos”.
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