La literatura, el arte de mostrar la belleza utilizando las palabras, pasó a ser, por efectos ideológicos, el arte de las palabras bellas.
Este arte del buen discurso cambió la visión del mundo, de lo objetivo -el mundo es ajeno al hombre porque tuene su propio devenir- a lo subjetivo -el mundo es lo que yo como individuo creo, y es mi responsabilidad absoluta-.
Punto bastante grave, pues el mundo dejó de existir como un ente en el que hombres y mujeres -niños, adultos, ancianos- viven y conviven, para ser una fantasía colectiva.
La vida humana, en consecuencia, se redujo a lo que el individuo cree que es.
A partir de esa idea, la expresión literaria se sumió en un campo en el que los personajes, alter ego del hombre y la mujer, sufren al mundo que los moldea a su manera, independientemente de lo que se desee.
Una contradicción invisible.
No hay que olvidar los casos de Lolita, de Nabokov, y Ulises, de Joyce, que estuvieron sujetos a juicios porque las posibilidades que proponían rebasaban la moral de la clase burguesa de las sociedades desarrolladas.
Así que los personajes de un relato –cuento, novela, drama– son héroes de lo cotidiano que resuelven problemas inmediatos, propios o ajenos, en los que se ven comprometidos.
La literatura, pues, resulta intrascendente, se proyecta como la inmanencia en la que todo es humano, civilizado o bárbaro, pero al fin de cuentas humano.
La divinidad está ausente.
Por eso el impacto que se busca para atrapar al posible lector en una lectura de corrido se logra mediante el desenmascaramiento de la vida privada que en todo momento despierta el morbo y la actitud del voyerista instalado detrás de la puerta y con el ojo en la cerradura, o ahora más artificioso utilizando las cámaras de vigilancia inalámbricas que se pueden ver a distancia gracias a la internet, para evadir la propia conciencia moral que fustiga o por lo menos, como Pepe Grillo, llama la atención.
De allí la prosa y no el verso, el pensamiento racional que se aúpa a sí mismo como aquel barón que se sacó de las arenas movedizas tirando de su propia coleta. Porque la prosa explica sin necesidad de un ritmo, se desliza sin ningún dique la detenga.
La prosa crea al mundo, lo hace de acuerdo al deseo del que lo describe. Por eso el verso libre actualizado es más prosa que verso.
El mundo ahora es otro, el de la fantasía del autor que se impone sobre la propuesta de los estructuralistas que querían desaparecerlo para quedarse tan sólo con la obra, ese objeto producto del negocio editorial, el libro, para que nadie investigue la vida del autor y sus inclinaciones sociales, políticas, sexuales. Ya la experiencia de los formalistas en la vieja Rusia era buena referencia.
La objetividad de la literatura se sustenta hoy en el tejido de crochet, en el punto de cruz, que deja maravillado al que la compra, porque le abrieron la puerta de la vivienda de alguien que puede ser el autor o el lector mismo a fin de que pueda ver la intimidad emocional de un personaje que hace que la vida sea posible en otra dimensión diferente de la rutinaria vida diaria en la que la suya transcurre.
El arte de mostrar la belleza utilizando las palabras pasó al arte del buen discurso y terminó en el arte de mostrar las posibilidades de una vida fuera la rutina. Una escapatoria por el morbo.
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