Breton era necio y llevó su experiencia hasta su propio límite y allí se detuvo en la contemplación de esa belleza a la que declaró “convulsiva” y ante la que se quedó estupefacto.
Solamente la racionalidad del psicoanálisis lo regresó a esta vida cotidiana y aburrida, en la que todos los días se repite lo mismo, en la que vivió con ese amor en los ojos y a la que no quiso volver… “Quisquilloso, quisquilloso, el tiempo” … como cuando uno se sube al Ratón Loco para experimentar la sensación de vértigo y al bajar jura y perjura que no lo hará de nuevo, pero siempre queda el gusanito de volver a treparse.
El poeta, que vive en el filo temporal de las cosas, solo tiene que dar un paso para abandonar la rutina y entrar en ese mundo en donde la belleza lo convulsionará, pero, es cierto, tiene miedo de no regresar y ser el mismo estúpido que siempre ha sido y entonces se queda en el umbral.
Es mejor la playa que la altamar, donde no hay riesgos ni compromisos. Es mejor la vida anodina cotidiana que la que puede remover los cimientos de toda la cultura recién creada tras la segunda gran guerra.
Y al filo temporal de un nuevo día di inicio a esta reflexión que me llevó a traer al momento presente la carta que André Breton escribió a su hija de pocos meses de nacida, con la que cierra “El amor loco”, en la que le desea “que seas locamente amada”.
Consigna que él mismo cumple no por propia voluntad sino de manera azarosa según consigna en “Nadja” en un encuentro del que no saldrá bien librado emocionalmente porque a decir verdad nadie podría salir de un laberinto semejante sin haber sido afectado por una mujer como ella que se definía a sí misma como “el alma errante”, que Breton perderá por su miedo a la lucidez que proponía él mismo como la única meta del hombre en el camino de la poesía.
Y si el genio de Breton se petrificó ante tal belleza que declara necesariamente “convulsiva, o no será”, no menos podrá suceder ante la belleza muchos años después de que algunos investigadores prefirieron el suicidio en lo académico, aunque lo hayan negado como niños berrinchudos, pues la academia es como una playa en la que se toma el sol y se recibe la brisa fresca sin meterse en los
peligros de un mar proceloso en el que sin la orientación de las estrellas se pierde todo, hasta la razón más dogmática como la de Melville que perseguía despiadadamente a esa ballena blanca que sólo existía en su cabeza.
Lo dije hace tiempo e insistiré en ello: tras el romanticismo definido como la búsqueda de unos ideales muy platónicos, los literatos han querido destruir, sin lograrlo como puede observarse, deshacerse de la poesía, por considerarla un producto de la mentalidad burguesa configurada durante el proceso de la Revolución Industrial que enajenó por completo a hombres y mujeres con su modelo de producción en serie y enalteció lo cuantitativo sobre lo cualitativo y la apariencia sobre la esencia.
Breton y Soupault se sentaban en una mesa de café con un ejemplar de “Guerra y Paz” cada uno y un lápiz rojo para tachar todo lo que consideraban superfluo en la novela de Tolstoi y que si hoy lo aplicaran a los poemas de muchos y a los ensayos de otros pasaría lo que Clarke dice que pasa una vez que se han reunido en un solo archivo los nueve mil millones de nombres de Dios.
No hay poema que resista un acercamiento emocional pues luego de un largo periodo de incubación salieron mil pollitos, todos del mismo color y tamaño, que en un mundo estandarizado no queda más que explicar por qué han salido todos iguales utilizando para ello la teoría de Lamarck.
No hay forma de crear arte literario en esta sociedad que se quiere enferma.
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