Pero, más que nada, y eso es lo valioso, había que ganárselos. Unos ayudaban en la limpieza de la casa, otros yendo a las tortillas, otros más quedándose sentados sin hacer ruido en algún sillón de su casa mientras su padre una siesta o su madre jugaba canasta y bebía un cafecito servido por la chacha ancestral de la casa.
Y dependiendo del humor de la madre –los padres, aunque fueran profesores en alguna institución– llegaban a la casa muertos, y eso los liberaba de leerle a sus hijos. El trabajo era de la madre.
La lectura era, y es, tarea femenina.
Cuando las editoriales se vinieron a pique por la falta de autores de buen calibre o por la presencia de esos mojigatos que nunca resolvieron sus neurosis de guerra, inventaron los “libros para niños”, que no eran otra cosa que libros resumidos, y que luego se llamaron “libros infantiles”, que solo eran historias estúpidas para niños estúpidos.
Un amigo mío vivió de resumir libros, hasta que él mismo quedó resumido a unas cuantas frases de libros esotéricos.
Libros infantiles, libros para niños, eran y son libros que se leen “a güevo”, porque los padres desean que sus hijos sean gente preparada, gente conocedora, pues, aunque no lo sepan, su idea es que lo que llaman “cultura” es un simple adorno, un manto que apenas cubre su biología.
Decía un psicoterapeuta alumno de Reich que una mujer usaba faldas cortas porque no le gustaba su cara, y la que se peinaba, maquillaba y se llenaba el cuello de colguijes era porque no le gustaban sus piernas. La idea, decía, era desviar la atención de lo que no le gustaba de su persona. Así es el pragmatismo, y si lo aplicamos a la lectura podemos observar que el más tonto de la casa es un lector ávido que solamente desea esconderse y crearse fantasías.
Un hecho claro de desplazamiento de la atención.
Adler consideraba que hombres y mujeres tienen un sistema no consciente de compensaciones que posteriormente un médico desplazaría hacia las funciones del cerebro y hablaría de la “plasticidad del cerebro”.
De acuerdo a esta hipótesis, el cerebro compensa las disfunciones orgánicas y la pérdida de algún miembro del cuerpo, aunque no siempre es tan eficaz como se quiere creer, o el proceso no es tan rápido.
El hombre es tonto, la mujer, fea.
Así son nuestros estereotipos. El más tonto y la más fea son los mejores lectores. ¡Y realmente lo son!
Hay mujeres muy guapas, como la Julia Roberts de las intelectuales mexicanas, entre otras muchas que, aunque sean realmente bellezas, ellas se saben feas, y son excelentes lectoras.
Sólo Freud, aunque curas y lacanianos lo aborrezcan, puso los puntos sobre las íes y muchos intelectuales como perros apaleados y con la cola entre las patas se fueron a un rincón a llorar su desventura, cuando contundentemente dijo que todo conocimiento real, profundo cobraba con pérdidas físicas, y lo ejemplificó con Edipo que, al descubrimiento más importante de su vida, pagó arrancándose los ojos.
Todo el conocimiento del hombre, desde el primer ser con ánima hasta el más evolucionado que es el homo sapiens sapiens, lo lleva cada individuo, hombre o mujer, en esa parte de su cerebro conocida como “cerebro de lagarto”.
No hay, como proponía John Locke, cerebro tabula rasa. Cuando nacemos traemos una gran cantidad de información aparentemente inútil en la memoria profunda.
Todos tenemos el temor al intercambio de conocimiento profundo, real, por alguno de nuestros órganos. Por eso nos inclinamos por la ignorancia y por el olvido. Ambas situaciones nos liberan del pago.
Con ese temor latente, hablar del gusto por aprender es la mentira mayor que cualquiera pueda decir.
La lectura es una imposición cuya actividad deviene hábito. Una vez fijado, el hábito no puede quitarse, aunque sea aprendido; relegarse, sí; quitarse, desaparecerlo, no.
La lectura, pues, como conducta impuesta a palos, reales o imaginarios, no puede realizarse por gusto.
Parafrasearé a Vinicius de Moraes: Que los profesores me perdonen, pero la lectura es una franca imposición y nada placentero produce lo que se impone.
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