MÉXICO EN LA ZONA GRIS: EL VAIVÉN ENTRE DEMOCRACIA Y AUTORITARISMO
En los últimos años, México transita por un delicado terreno donde la formalidad democrática convive con prácticas de corte autoritario. Aunque el país conserva elecciones, Congreso y Suprema Corte, diversos analistas y organismos advierten señales claras de regresión democrática. Se trata de un proceso sutil pero firme, en el que los contrapesos institucionales se debilitan mientras el poder ejecutivo se expande a costa de la pluralidad política y la deliberación pública.
Uno de los síntomas más evidentes es la concentración del poder. Instituciones que durante años ofrecieron contrapesos al presidencialismo—como el INE, el INAI o la Suprema Corte—han sido blanco de descalificaciones, recortes presupuestales y reformas diseñadas para despojarlas de autonomía. El resultado es un Ejecutivo fortalecido, rodeado de estructuras cada vez menos capaces de contener sus decisiones.
A la par, se ha erosionado la representación plural en el Congreso, mediante reformas que reducen los escaños de representación proporcional y limitan la reelección legislativa. Esta estrategia, si bien revestida de argumentos de austeridad o simplificación institucional, tiende a favorecer la hegemonía del partido en el poder, acallando voces disidentes y diluyendo la diversidad ideológica del legislativo.
El clima democrático se ve aún más amenazado por el hostigamiento sistemático a la prensa, la oposición y la sociedad civil. Las críticas desde la presidencia hacia periodistas, académicos y organizaciones no gubernamentales no son hechos aislados: constituyen una narrativa permanente que busca desacreditar a todo actor que cuestione al poder. En algunos casos, la presión se traduce en auditorías fiscales, investigaciones judiciales o bloqueo de recursos.
La militarización de la vida pública refuerza esta deriva autoritaria. Las Fuerzas Armadas no sólo se encargan de tareas de seguridad—como ocurrió en sexenios anteriores—, sino que hoy administran puertos, aeropuertos y aduanas, construyen trenes y manejan presupuestos millonarios bajo opacidad.
La rendición de cuentas desaparece, y con ello, la posibilidad de fiscalizar decisiones que afectan directamente a la ciudadanía.
En este contexto, el uso clientelar del gasto público alimenta un pacto de lealtad basado en transferencias y subsidios. Si bien los programas sociales cumplen un papel vital en la lucha contra la pobreza, su utilización como herramienta de cooptación electoral no puede ignorarse. La política social estructural cede ante una lógica de inmediatez y dependencia.
Finalmente, el discurso polarizante que divide al país entre ’el pueblo bueno’ y ’los enemigos del cambio’ no es solo retórica. Es un método para consolidar apoyos, cancelar matices y deslegitimar el disenso. La deliberación pública, nutrida por la pluralidad y el reconocimiento del otro, se ve reemplazada por consignas y descalificaciones.
México no ha cruzado el umbral de una dictadura, pero tampoco puede presumir de una democracia plena. Se ubica en una zona gris donde la forma democrática sobrevive, pero el fondo empieza a vaciarse. Y en esa intersección incierta, lo que está en juego no es solo la configuración institucional del país, sino su posibilidad de futuro.