DONDE LOS CIELOS CAEN
Por: Darío Fritz/ TEN/ Opinión
Alguna vez llegué a México. Hace millones de años. Quizá cuando los dinosaurios aún no se extinguían. Un recorrido por el museo del mamut del AIFA me lo comprueba, aunque ni unos ni otros vivieron en épocas similares, y uno tampoco por supuesto. El paso del tiempo se siente así, eternamente lejano. En esos días de arribo, un amigo me previno que la contaminación fulminaba pajaritos en el ex DF, y casi que me lo creí. Intenté comprobarlo una vez que la puerta temblorosa de vidrio del aeropuerto se abrió, asomando la cabeza con cuidado, como la Adelita de la foto de Casasola se asoma desde el barandal del tren de la revolución, y salí camino a la parada de los taxis para encontrar un nuevo mundo. Había contaminación, sí, y una propuesta exótica, propia de la ciencia ficción de Ray Bradbury, circulaba por entonces con firma de Heberto Castillo: crear gigantes ventiladores para disiparla, que en mi cabeza asocié a los molinos de viento del Quijote. Pero claro que no había pajaritos que cayeran aniquilados de los árboles, aunque la prevención tuvo cierto asidero motivada pocos años antes en la aseveración de un funcionario y la vehemencia de los periódicos en reproducirla.
Llegar a otro país, y más cuando las intenciones no son turísticas, te convierte en una masa amorfa de aturdimiento, de andar zigzagueante mientras todo mundo sabe hacia dónde va, resquemores que solo el descubrimiento desvanece. Ignorancia, por más libros que te hayas tragado para empaparte, brutalidad, por pretender comparar el lugar con tus orígenes. Cuerpo y alma luchando por ser parte de lo mismo y en el mismo sitio, curiosidad, enigma, inocencia, inconsciente optimismo —a decir de la poeta Ida Vitale—, angustias congeladas, desparpajo de bicho raro para los demás.
Al cabo del tiempo, con la jerga y las palabras asimiladas, el paladar afinado y los códigos digeridos —algo nada fácil—, entras a dudar de dónde eres, dónde se ha esparcido la identidad que has creído sólida. Para los de aquí no dejas de ser ajeno de alguna manera, algo te delata siempre, extranjero. Y cuando regresas al lugar de la partida, cada vez que hablas te traiciona la nueva entonación y esas palabras importadas que absorbiste sin darte cuenta. Extranjero en uno y otro lado. Con la sensación incompleta de pertenecer a algún lugar.
“Hay mucho extranjero”, me decía hace algunos días con ruidos de piñata de fondo, un michoacano con más de tres lustros fuera de su La Piedad natal. Le asombraba ese hallazgo con cierta molestia al salir a comer, ir a bares o a caminar en colonias gentrificadas como la Roma y la Condesa de Ciudad de México. No se escucha el español, argumentaba, todo se hace más caro. “Y están también sus habitantes originales”, dijo sin terminar la frase, que daba cuenta de los desplazados por esos cambios intempestivos que genera la invasión forastera sobre barrios puestos de moda.
Pero la realidad rebate la suposición. No somos muchos por aquí, casi 1,2 millones —menos del uno por ciento de la población—, cerca de la mitad nacionalizados, de acuerdo con el censo de hace cinco años. La mayoría gringos, el resto los clásicos latinoamericanos, que según la diáspora que toque, su nacionalidad: hoy venezolanos y guatemaltecos. En un pasado no tan lejano, sudamericanos.
Nunca ha sido fácil ser extranjero. En cualquier terreno sobre el que uno se asiente y bajo la bandera que ondee. No deja de ser una “irregularidad implícita”, como nos dice Vitale. Y su sinónimo, el migrante —la nueva conversión de la denigración y cacería del judío de hace un siglo—, una implicación explícita. “Tenemos que vivir, no importa cuántos cielos hayan caído”, escribió D.H. Lawrence. A costa de muchas pérdidas, puede decirse.
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