LOS DÍAS QUE VENDRÁN
Alcanzar la cima suele ser un esfuerzo titánico, amortajado por desdichas, incertidumbres y pasos en falso. Estando allí arriba, la fiesta dura lo que un pestañeo si no la abastecemos de la permanencia. Para que no se transforme en un triunfo pírrico, la obra requerirá de creatividad, carácter, osadía, tenacidad. Las desventuras por permanecer suelen ser tan tortuosas como las recolectadas para llegar, aunque el acicate del naufragio merodea a la vuelta del primer tropezón y la caída se advierte más dolorosa. Permanecer implica construir, sortear descalabros, afrontar el caos, darle consistencia a aquello que alguna vez fue tan solo intención. De allí su dificultad para continuar. Permanecer en la resistencia del cuerpo a los químicos que atacan las células malignas, tercos y asidos a la caña de pescar a la espera de los zamarreos del anzuelo, firmes si la hipoteca arrebata la sustancia del salario, conscientes de las torpezas que arruinan la pareja, guardián de la memoria que otros pretenden ultimar, en la incertidumbre en la búsqueda del hijo desaparecido. Permanecer para ser niño, joven, adulto. Idéntico a uno mismo.
Entre el orgullo por llegar y la perseverancia por permanecer asoma frecuente la sombra del desencanto. Latente y amenazante en cada momento. Los griegos atenienses estaban muy enfervorizados con la construcción de aquel sistema de convivencia ciudadana llamado democracia. Allí nadie debía ser discriminado ni perseguido, decía Pericles, aunque la democracia era sumamente imperfecta: no consideraba a mujeres, campesinos, esclavos y extranjeros, es decir a la mayoría de su gente. Ese desencanto aún persiste, pese a los progresos alcanzados, y se ha acentuado veinticinco siglos después. Preservamos la esencia de la elección de los representantes de la ciudadanía y las formas en la convivencia, pero el cuestionamiento a cómo se llega a cada elección y se ejerce luego la solución de la desigualdad profundiza las divisiones. El rechazo o alejamiento desde el poder de los derechos de las minorías, el énfasis solapado de dar preponderancia a generar riqueza entre unos pocos únicamente, la consumación de la mentira, el negocio y la impunidad para gobernar, la ponen en tela de juicio.
Como contrapartida al desencanto siempre estará la esperanza, que como en los festejos de la noche de San Juan pretendemos que acabe con el lastre del pasado una vez lanzados los despojos al fuego. Esperanzarnos puede de todos modos eyectarnos a una mentira auto infligida, a ilusiones artificiales. Si es mayor la esperanza, las opciones de decepcionar se multiplican. “Cuando recuperé la esperanza, era una esperanza completamente distinta”, advierte desde su poesía la premio Nobel, Louise Glück.
Con los traspasos de gobiernos retoñan las esperanzas. Para uno porque se va un supuesto lastre, para otros porque se da paso a la continuidad de afianzar esa permanencia lograda a base de sudor y resistencia. Pero en el día a día el recambio no es más que una parte de la continuidad de nuestro trajín. “La rémora mayor de la vida es la espera que depende del día de mañana y pierde el de hoy”, dejó escrito Séneca. Confiar en otros lo que podemos hacer por nuestra cuenta, nos bajará de un sopetón de la cima.