ALGUIEN
Hubo un hijo cuyo padre nunca lo vio morir. Que desconocía lugares por los que transitaba y amistades lejanas que sostenía. Hubo un hijo celoso de su privacidad, que solo acercaba detalles de su vida estudiantil al padre curioso por saber de los caminos que los podían emparentar con su juventud de muchacho corriente, ágil para el deporte, retraído con la actividad hogareña, curioso con el cine de acción, ajeno al despertar sexual. Hubo un hijo desalineado, algo tímido y frágil, dúctil para entender de la física y los números, a menudo ofuscado sin saber por qué, sin la introversión ni la melancolía de su padre. Pero felices ambos. Hubo un hijo al que la adolescencia solía consumirle energía por el futuro de sus días, en qué profesión encaramarse, qué ciudad elegir para estudiar, qué sería de aquel padre sin él, si reuniría fortalezas para iniciar la adultez sólo, si debía dejar que sus piernas lo llevaran por el camino que fuese sin preocuparse demasiado por los resultados. Hubo un hijo dependiente y amado por ese padre, que lo alimentó y bañó en las noches, lo trasladó al colegio y lo recogió, ayudó en las tareas escolares en lo que sus conocimiento se lo permitían -la educación se transformó en casi tres décadas de edad que se llevaban-, lo protegió de malos presagios de sus abuelos paterno, lo potenció a defenderse de la ausencia materna, una perdida a los cuatro años en un accidente automovilístico y de la que pocos recuerdos lo acercaban a un pasado entrañable. Hubo un hijo que no copió la mentalidad competitiva de su padre, ya sea en romper récords personales en responder crucigramas o demostrar que su economía boyante como propietario de una tienda de abarrotes en el centro del pueblo le resolvía cualquier necesidad, incluido los caprichos del hijo como la consola de videojuegos de última generación. Fue un hijo que le reconocía al padre sus modos cariñosos, aunque siempre distantes que no pasaban de las palmadas y desistía de cualquier opción verbal más cercana como un te quiero. Y supo de sus regaños por las manos sin lavar antes de la comida, cuando pasaba de un día sin asearse, si las calificaciones bajaban del nueve o si en la adolescencia se tiraba al conformismo y dejaba de asistir a clases de natación o idioma. Llevaban dieciséis años juntos.
Hubo un padre, ése, al que en una noche sin estrellas y de aire pegajoso, una mujer desangelada del ministerio público, a la que la vida le reconocía sus impericias, con la mirada perdida en carpetas y restos de galletas de una sala pública con olor a violencia, le confirmó que su hijo fue secuestrado algunas horas antes. Hubo un hijo a cuyo padre le hablaron sobre él de teorías de errores personales, de equivocaciones, de compañías peligrosas, de haber hecho algo malo que nunca se precisaba, de criminalidad, de qué estas cosas pasan y hay que habituarse, aunque le toquen a uno. Preguntó. Allí, donde decían que investigaban, con funcionarios de justicia y políticos, gobernantes y abogados de organizaciones civiles. Mujeres que también buscan a sus hijos. Obtuvo respuestas negativas o sin sentido. Falsedades y deformidad de los hechos. Le hablaron de impunidad, vidas que no valen nada y esperanza. De compatriotas apáticos. De que se cuidara. Perdió dinero y gritó de impotencia. En una de las morgues al que las mentiras lo llevaron, preguntó: ¿Qué se hace con la justicia? Este no es un lugar donde habite la justicia, le puntualizaron. Ni siquiera si la muerte fuera justa. La aplicaré por mi cuenta, dijo él como si con ello lograra lanzar una alerta. ¿Usted, quiere hacer justicia?, como quiera, le dijeron, nadie se lo reclamará. Qué necesidad la mía de traslucir tanta impotencia, se preguntó el padre del hijo al que nunca vio morir. Y caminó hacia el vacío seco de la mañana con un objetivo, empezar.
@DaríoFritz